miércoles, 19 de septiembre de 2012

Desliz infausto





 No ha salido el sol aún, la mañana es fría, los autos no pasan por la calle, las farolas iluminan con discreción; ni un solo ruido, nada, ni siquiera la soledad del viento se ha presentado hoy.
Silencio que ha venido y se ha quedado espiando a los intrusos de un desbarajuste inusitado; son solo las tapias de aquella casa azul, marcada con el número 5, las que están a punto de aullar la desgracia que ha ocurrido hace algunas horas, sin embargo, algo se les ha adelantado: un piecito desnudo asoma en el portal: un piecito azulado, herido, ultrajado.

La familia Torres Fernández era una de esas familias habituales; personas ordinarias, con problemas y ocupaciones comunes.
El padre, Fernando Torres, contador desde hace más de 30 años; la madre, Ilse Fernández, ama de casa, ex empleada de una fábrica de alimentos; la abuela, doña Marta, viuda de 78 años y los hijos, Daniel de 17 años y Sara de 4. Todos ellos sin más conflictos que los propios de una familia cualquiera.

La mañana anterior al suceso, Ilse había preparado el lunch de Sara, su pequeñita de cabello rizado y pestañas largas que era vestida por la abuela, mientras, Daniel, cantaba en la ducha, para no escuchar los gritos de Fernando, su padre, quien como siempre le reclamaba el poco interés por la escuela; transcurría entonces la rutina tan normal, a excepción de la mancha de café sobre la corbata nueva de papá.
No es otro día sino este, es el día de la confusión y el caos, de las manchas que escurrirán al cerrar la puerta, de los azulejos rebosantes de pánico y clamores que se encerrarán en las paredes, si tan solo hubiese alguna advertencia…

Pasa el mediodía, los boleros del vecino se cuelan por las ventanas, las labores citadinas y el rugir de los estómagos hambrientos se hacen escuchar bajo un sol abrasador.
Pasa la tarde, la calle se llena a momentos por transeúntes desprevenidos, se conducen presurosos a sus casas; pronto vendrá el crepúsculo, es hora del reposo.

Oscuridad, casi a tientas se llega al hogar, las farolas no ayudan mucho. De pronto, una Lincoln negra se detiene frente a la casa de Fernando Torres; en la cocina, Daniel le informa a su mamá que tendrá que presentarse en la escuela, ¿otra vez?, con enojo pregunta Ilse, la abuela trata de calmar a la hija y justifica al nieto con recuerdos de una juventud desdeñada; bajan 3 hombres de negro, uno vigila la rúa que se ha quedado vacía, mientras otro abre la cajuela y le pasa dos AKM calibre 7,22 mm y otra AK-103 con cartuchos 7,62 x 39 mm al tercer enmascarado; papá está sentado viendo la repetición del partido de las 3, ¡Chingaos, esos que no sirven pa’ nada! ¡Ni un gol en toda la temporada!, y continúa un monólogo en la lobreguez de la sala; cruzan la calle los 3 extraños, se detienen frente a la casa, intercambian algunas palabras; Sara está jugando al lado de la ventana, ha visto todo, pero no dice nada, la intriga candorosa gana al destino.

Fue Oliver, el perro de a lado quien comenzó el alboroto, empezó a ladrar hasta que su dueño salió para ver lo que ocurría. Fue extraño todo eso, la confusión entre los ladridos y la repulsión de la imagen que se encontraba frente a él le hizo tirar la taza de café que sostenía en la mano, doblándose al lanzar un grito espeluznante. Era Sara a quien ladraba Oliver, o por lo menos una parte de ella.
La policía llegó 30 minutos después, los residentes comenzaron a asomarse por la ventana, no eran capaces de aventurarse a salir para ver más de cerca la triste escena. Era el rojo y el azul de las patrullas y ambulancias lo único que iluminaba la avenida. El lazo amarillo que anuncia la calamidad era el perímetro de la casa #5, y aún así, el espectáculo comenzó. Agentes iban y venían con paquetes extraños, parecían ser contenedores, daban la impresión de pesar. Después de unos quince o dieciséis de esos bultos, aparecieron los vestigios de una mujer en la camilla, por lo menos así aparentaba la mano sangrante que se asomaba debajo de la sábana. No había duda, fue un fatídico destino el huésped que había llegado la noche anterior.
Las caras desencajadas alrededor, se mostraban timoratas y extraviadas, no fue hasta que Daniel inconsciente, fue retirado del lugar, con la cara vendada y una ausencia de extremidades evidente.
Fue el grito de la vecina González al ver los pedazos humanos, quien hizo estallar los nervios de todos los presentes, ya nadie se contuvo, el pandemónium explotó.

Después de haber bajado de la camioneta, los sujetos rodean la casa, uno por detrás, otro por la azotea y otro más por el frente.
Los balazos contra la puerta no se escuchan: nuevas técnicas de ataque, estamos en guerra.
Papá es el primero. El susto de la invasión le quita el habla y más cuando observa semejante arma de fuego. Uno a uno van entrando. La discusión en la cocina cesa, la abuela ha visto como baja una sombra imponente y se alza frente a la ventana, sabe que ha comenzado. El que entra por detrás, de un disparó termina con el susto de doña Marta, ni siquiera le da una oportunidad de decir adiós a su hija que la ve desfallecer en la silla donde esta mañana ha desayunado. Golpe seco, la cabeza pesa más que el concreto. Mamá ha quedado petrificada, no se mueve, no respira, no existe, solo el impacto de la culata sobre la sien incauta la aleja del sopor por unos instantes, otra más.
Daniel, es golpeado por dos brutales canallas que dejan caer todo su peso en patadas y golpes, sobre el pecho, la cara, las costillas truenan, la clavícula derecha cede, la tibia se rompe…ha quedado inconsciente. Mientras, Sara, que ha visto el inicio de una postrera calamidad, corre, pero es detenida por un monstruo vestido de negro, la pesadilla ha salido del sueño. Se la traga la nada.
Tan corto es el tiempo, tan larga la espera al final, no han pasado más que cinco minutos, operación rauda y efectiva. Aquellos saben como moverse entre las sombras, saben como hendir la vida en un instante, saben que el tiempo apremia con la savia extinta.
El color de la casa no era el apropiado, por eso han venido a colorearla de carmín por todos lados.

Afuera, el foco de la lámpara callejera parpadea, pareciera que se extingue, pero no lo hace, sigue presente, escuchando los gritos mudos del sufrimiento atroz, arrastra las voces en eco de eternos suplicantes. Es la acera testigo de la entrada y la salida, la afrenta y el escarnio de una madre pidiendo clemencia ante la pequeña hija torturada, el esposo irreconocible y el hijo masacrado.
El suplicio continúa con ella: asco por todo su cuerpo, los tres entran y salen a su antojo.
Risas, siempre risas, es lo único que se oye de esos seres surgidos de algún maldito lugar. No se detienen, no paran, el ruego no es suficiente, ni las lágrimas, ni el dolor, ni el ultraje.
¿De dónde han venido? ¿De dónde han salido? ¿Por qué? ¿Por qué?, es la pregunta que resuena en el recinto del desamparo, ¿por qué?, sonido que reverbera y queda atrapado para la posteridad.

Nadie sabe con certeza la respuesta a esa pregunta, unos sostienen que fue un ajuste de cuentas, otros que un robo premeditado. Pero, ¿qué cuentas? si nada había que deber o temer en esa casa, ¿qué robo? si no había más que lo suficiente para vivir. No, esas no son las respuestas; no hay respuestas, no las hay porque la razón fue sencilla: un desliz infausto. Así nos hacen creer las autoridades. “Esa noche se expurgaron a varios colaboradores de un grupo delictivo, uno más en este país, la cuestión fue una simple confusión, porque así como entran en una casa, salen de otra, no importando si eliminan de más o de menos”, así de sencillo se eximen de culpabilidades.

¿Por qué?...
 Daniel, el único sobreviviente, quisiera saber la razón, tal vez así aceptaría un poco más su desgracia: quedarse huérfano la misma noche, sin familia, sin esperanzas ni más sueños que esos en los que solo logra reconocer pedazos de su padre, retazos de su hermana, gritos postreros de la madre y el pulcro silencio de la abuela, muriendo con severidad...Bastante ha tenido con las pesadillas.
¿Por qué? ¿Por no tener nada más que una familia común, sin privilegios? ¿o por no estar enterado de la guerra?
Explicaciones, de qué sirven ahora, son solo balas perdidas de guerra.

jueves, 6 de septiembre de 2012

“Un día de estos y terminamos en el lugar menos esperado"”




Por Cinthia Jazmín López Nájera

Puebla, Pue., marzo de 2012.-

Ya no se cuela la luz en la estancia, la tarde cae y el crepúsculo se asoma por la rendija, la iluminación perfecta para unos ojos acostumbrados a la noche con pequeñas y tenues lamparillas.
El humo del cigarro en la mesa comienza a dibujar fantasmas, después una mano dañada por el sol lo toma, aspira y sopla esa neblina de recuerdos que trae consigo el rostro de una mujer madura: ojos grandes repletos de rimel, nariz pequeña y boca brillosa, constantemente humectada por la lengua. “Perla, así me nombran aquellos”, es ella, la que entre concupiscencias se mueve vive y siente.

 
Orígenes sin importancia
Huejotzingo es un municipio como cualquier otro, pero para esta mujer, es su comienzo. Fue aquí donde hace 39 años vio la primera luz del día, por no decir que de la noche, porque hasta eso, le tocó nacer de noche. El destino a veces predispone ciertas cosas que nosotros más tarde terminamos por creer.
La tercera de ocho hermanos, la primera mujer en la familia, esa es Perla, pariente de los desconocidos y familiar de los malqueridos, según ella dice, ha sido desde que tiene memoria.
La escuela primaria fue lo más que se pudo hacer, un milagro para una hija de campesino y lavandera. “Mis hermanos lo más alto que llegaron fue a la secundaria y de ahí pa’ trabajar” comenta con una risa que no contagia.
No se escucha más sobre la familia, esa que se quedó por allá maldiciendo las contrariedades de la vida, la familia que hizo caso omiso a la existencia de alguien que alguna vez compartió apellidos y sangre, de eso, solo quedan memorias escondidas.
De gelatinas a la cama
 
Ahora, la voz se hace suave, tratando de imitar el tono de la quinceañera que ofrece por las calles gelatinas en una cubeta, anuncia y grita, pero nadie le compra. No es hasta que entra en una cantina para probar suerte en las ventas, pero qué suerte le espera.
“Como si nada, entré como si nada y sin darme cuenta al cabo de dos horas estaba borracha y con un tipo en un cuarto” Justo así comenzó el verdadero trabajo.
Para entonces, en casa, Perla no tenía algo porqué regresar, no importaba, lo único que de verdad era primordial, era conseguir dinero para comer. “Entonces, “el pollo”, dueño de la cantina me dejaba entrar y me invitaba la comida y las cervezas con tal de que tuviera felices a sus clientes”
Ella no era tonta, sabía que su ahora jefe recibía más de lo que a ella le tocaba, así que se pusieron de acuerdo y con ingenio, consiguió que le dieran $100 por cada encerrón. Es en este punto donde la risa que se ha mantenido desde el inicio de la conversación se torna un poco grave, como retando a los recuerdos a salir claros y sin confusión alguna.

Década de “el pollo” jefe cuatrero

“Ese era su sobrenombre, porque aquí el que no tiene apodo es presa fácil de las autoridades” Fue quien la condujo por el camino de la prostitución.
Las manos empiezan a moverse rápido, las piernas se cruzan a cada instante, no es que esté nerviosa, es la inquietud de revivir la imagen de su amo, quien la tuvo trabajando por más de diez años; sí, lo ve en la pared, con su risa y su eterna escualidez que lo acompañarían hasta la tumba.
“Ese tipo está bien muerto, pero si algo le aprendí es la ambición por la buena vida, unos se la pasan trabajando como burros pa’ que les paguen miserias, no mija, esa no es vida”
Sus ojos se detienen en la mesa, ve el cigarro que se ha consumido y comienza a hablar de lo que en once años vivió: sus clientes (10 por semana), los golpes de “el pollo”, los tratos con otras chicas, la droga que no sirvió de nada, el desprecio de sus pocos conocidos, la risa de la gente, el asco hacia los hombres, los días de llanto y arrepentimiento. Y luego, una luz centinela le ilumina el rostro, endereza la espalda y levanta el cuello para culminar diciendo “Pero te acostumbras, tarde o temprano ya no sientes asco, solo te imaginas las cosas que vas a comprarte con el dinero que te dan y así, hasta las penas se te olvidan”.

Buscando tierras más amplias

“No podía quedarme solo con los del pueblo, tenía que salir a buscar cosas más grandes (ríe) por eso me vine a Puebla, que si no salgo de ahí la gente de seguro me lincha”
Perla no puede estar todo el tiempo sentada, por eso se ha parado, camina por el pequeño cuarto del hotel donde nos encontramos azoradas de tanto ruido en la ciudad.
Y así como no puede estar en un solo lugar, se vino a Puebla con su pareja sentimental, Pepe, quien resultó ser un manejador astuto con el que empezó a conseguir más clientes, después de todo esta es una gran ciudad, con muchas necesidades.
Luego, al cuestionarla por algunos sucesos, no puede evitar mencionar sus cuatro abortos. La cabeza siempre en alto y los ojos atentos a los movimientos de la mosca que se ha filtrado por alguna abertura, como si la mosca fuera su confidente.


Entre los humanos se aparece 
De vez en cuando actúa como si la estuvieran atacando, responde con destemplados movimientos, las respuestas raudas y un tono enfadado. Es mejor evitar ciertos temas.
Cuando otro cigarro la calma, habla como despertando de un sueño y pregunta por el clima, la ciudad y la escuela. Ya es tiempo de continuar con la conversación.
Para estar más cómoda se ha quitado las botas, se acomoda en la silla y continúa relatando.
“Si en este trabajo hay que ser listos mija, uno de repente te sorprende con peticiones extrañas y como que no. Una cosa es que paguen por cierto servicio y otra muy diferente que me traten como basura. Además, pa’ eso está la gente ¿no?, para recordarte que eres basura.”
No ha sido fácil; andar por las calles con esa pinta de abandono y lascivia provoca el desprecio de todos, la falta de respeto de unos cuantos y los comentarios irrebatibles de santos e inocentes.
“Te tratan como si no fueras humano, como si estuvieras por debajo de ellos, como un bicho, pero eso no importa, a fin de cuentas yo estoy mejor que todos ellos.” Una nueva bocanada de humo sale por su boca, los dientes se asoman demostrando una altivez forzadamente creída, no es que no sea cierto, pero el dolor se mitiga cuando se ignora el verdadero problema, mucho tiempo mitigando el dolor, así se resiste.
De los amigos que quedan son los que aceptan y comparten sus hechos, porque no son ajenos al sistema, no confía más que en sí misma, es una lección que le ha quedado muy clara.
Una cosa es lo que nos dicen y otra lo que en verdad es, “de tacones y faldas cortas, eso piensan que somos, pero esta vida es muy diferente a la que pintan en la tele, se sorprenderían de tantas cosas que se ven por aquí”.

¿Y de el día sin noche?
 8 años es el tiempo que lleva siendo una persona común, porque la obligación materna está por encima del trabajo, su hijo Pablo es el motivo de segur adelante. “A mijo le doy todo lo que puedo, porque es el que me hace compañía en esta soledad” Ya corre una lágrima, pero no la deja fluir a lo largo de su cara, no puede verse frágil. Pide perdón por ponerse sentimental, y es que es la soledad lo que más repudia; de no ser por su hijo, no tendría a qué aferrarse.
Comienza entonces, a contar acerca de su hijo, con alegría y orgullo, pues “es lo único que he hecho bien” comenta. “Por eso me lo llevo a los juegos, a comer carnitas, que nos encantan, al cine y a todo lo que el me pida ¡es mi niño, mi rey!”
Lo educa como cualquier otra madre soltera, está con él en el día y en la noche parte a sus deberes, aunque el niño no sabe a lo que en realidad se dedica, “al rato vengo, voy a cuidar a unos enfermos, así le digo (de nuevo ríe)” esa es la excusa ahora, “después cuando empiece a preguntar más, pues no sé que rayos inventarle”. Ni qué decir…

Ya nos llenamos de hollín
 Se nos ha acabado el tiempo, es hora de decir gracias por su tiempo, espero tenga una buena jornada, que la proteja ese Dios en el que no cree, que no le toquen políticos de esos que piden descuentos, que no le toque ningún hombre canijo y sobre todo, que nos quiera recibir de nuevo, para seguir charlando de esto y aquello, porque ver la vida en otros ojos, siempre resulta enriquecedor y fascinante.
Ah, pero antes de partir se me olvida preguntarle una cosa muy importante: ¿qué hay con el amor en su vida? y al filo de la entrada, con su pose flemática responde sin disimulo: “Mija, el amor existe, por supuesto, pero solo para algunos, para otros como yo, solo se hace el despistado y nos pasa de lado. ¡Ese cabrón!... para mí: ni te ví, ni me acuerdo” Cierro la puerta y ella se queda riendo.
El eco de su risa mal lograda aún resuena en el lúgubre pasillo, ya solo hace falta sacudirse el hollín del cigarro.
Es entre el espeso celaje en que se ha quedado el cuarto, donde Perla encuentra una risa serena, como esas que no tiene a menudo, y se deja ahogar en uno de tantos abúlicos idilios.