No ha salido el sol aún, la mañana es fría,
los autos no pasan por la calle, las farolas iluminan con discreción; ni un
solo ruido, nada, ni siquiera la soledad del viento se ha presentado hoy.
Silencio que ha venido y se ha quedado
espiando a los intrusos de un desbarajuste inusitado; son solo las tapias de
aquella casa azul, marcada con el número 5, las que están a punto de aullar la
desgracia que ha ocurrido hace algunas horas, sin embargo, algo se les ha
adelantado: un piecito desnudo asoma en el portal: un piecito azulado, herido,
ultrajado.
La familia Torres Fernández era una de esas
familias habituales; personas ordinarias, con problemas y ocupaciones comunes.
El padre, Fernando Torres, contador desde
hace más de 30 años; la madre, Ilse Fernández, ama de casa, ex empleada de una
fábrica de alimentos; la abuela, doña Marta, viuda de 78 años y los hijos,
Daniel de 17 años y Sara de 4. Todos ellos sin más conflictos que los propios
de una familia cualquiera.
La mañana anterior al suceso, Ilse había
preparado el lunch de Sara, su pequeñita de cabello rizado y pestañas largas
que era vestida por la abuela, mientras, Daniel, cantaba en la ducha, para no
escuchar los gritos de Fernando, su padre, quien como siempre le reclamaba el
poco interés por la escuela; transcurría entonces la rutina tan normal, a
excepción de la mancha de café sobre la corbata nueva de papá.
No es otro día sino este, es el día de la
confusión y el caos, de las manchas que escurrirán al cerrar la puerta, de los
azulejos rebosantes de pánico y clamores que se encerrarán en las paredes, si
tan solo hubiese alguna advertencia…
Pasa el mediodía, los boleros del vecino se cuelan por las
ventanas, las labores citadinas y el rugir de los estómagos hambrientos se
hacen escuchar bajo un sol abrasador.
Pasa la tarde, la calle se llena a momentos
por transeúntes desprevenidos, se conducen presurosos a sus casas; pronto
vendrá el crepúsculo, es hora del reposo.
Oscuridad, casi a tientas se llega al hogar,
las farolas no ayudan mucho. De pronto, una Lincoln
negra se detiene frente a la casa de Fernando Torres; en la cocina, Daniel
le informa a su mamá que tendrá que presentarse en la escuela, ¿otra vez?, con
enojo pregunta Ilse, la abuela trata de calmar a la hija y justifica al nieto
con recuerdos de una juventud desdeñada; bajan 3 hombres de negro, uno vigila
la rúa que se ha quedado vacía, mientras otro abre la cajuela y le pasa dos AKM
calibre 7,22 mm y otra AK-103 con
cartuchos 7,62 x 39 mm
al tercer enmascarado; papá está sentado viendo la repetición del partido de
las 3, ¡Chingaos, esos que no sirven pa’ nada! ¡Ni un gol en toda la temporada!,
y continúa un monólogo en la lobreguez de la sala; cruzan la calle los 3
extraños, se detienen frente a la casa, intercambian algunas palabras; Sara
está jugando al lado de la ventana, ha visto todo, pero no dice nada, la intriga
candorosa gana al destino.
Fue Oliver, el perro de a lado quien comenzó
el alboroto, empezó a ladrar hasta que su dueño salió para ver lo que ocurría.
Fue extraño todo eso, la confusión entre los ladridos y la repulsión de la
imagen que se encontraba frente a él le hizo tirar la taza de café que sostenía
en la mano, doblándose al lanzar un grito espeluznante. Era Sara a quien
ladraba Oliver, o por lo menos una parte de ella.
La policía llegó 30 minutos después, los
residentes comenzaron a asomarse por la ventana, no eran capaces de aventurarse
a salir para ver más de cerca la triste escena. Era el rojo y el azul de las
patrullas y ambulancias lo único que iluminaba la avenida. El lazo amarillo que
anuncia la calamidad era el perímetro de la casa #5, y aún así, el espectáculo
comenzó. Agentes iban y venían con paquetes extraños, parecían ser
contenedores, daban la impresión de pesar. Después de unos quince o dieciséis
de esos bultos, aparecieron los vestigios de una mujer en la camilla, por lo
menos así aparentaba la mano sangrante que se asomaba debajo de la sábana. No
había duda, fue un fatídico destino el huésped que había llegado la noche
anterior.
Las caras desencajadas alrededor, se
mostraban timoratas y extraviadas, no fue hasta que Daniel inconsciente, fue
retirado del lugar, con la cara vendada y una ausencia de extremidades evidente.
Fue el grito de la vecina González al ver
los pedazos humanos, quien hizo estallar los nervios de todos los presentes, ya
nadie se contuvo, el pandemónium explotó.
Después de haber bajado de la camioneta, los
sujetos rodean la casa, uno por detrás, otro por la azotea y otro más por el
frente.
Los balazos contra la puerta no se escuchan:
nuevas técnicas de ataque, estamos en guerra.
Papá es el primero. El susto de la invasión
le quita el habla y más cuando observa semejante arma de fuego. Uno a uno van
entrando. La discusión en la cocina cesa, la abuela ha visto como baja una
sombra imponente y se alza frente a la ventana, sabe que ha comenzado. El que
entra por detrás, de un disparó termina con el susto de doña Marta, ni siquiera
le da una oportunidad de decir adiós a su hija que la ve desfallecer en la
silla donde esta mañana ha desayunado. Golpe seco, la cabeza pesa más que el
concreto. Mamá ha quedado petrificada, no se mueve, no respira, no existe, solo
el impacto de la culata sobre la sien incauta la aleja del sopor por unos
instantes, otra más.
Daniel, es golpeado por dos brutales
canallas que dejan caer todo su peso en patadas y golpes, sobre el pecho, la
cara, las costillas truenan, la clavícula derecha cede, la tibia se rompe…ha
quedado inconsciente. Mientras, Sara, que ha visto el inicio de una postrera
calamidad, corre, pero es detenida por un monstruo vestido de negro, la
pesadilla ha salido del sueño. Se la traga la nada.
Tan corto es el tiempo, tan larga la espera
al final, no han pasado más que cinco minutos, operación rauda y efectiva.
Aquellos saben como moverse entre las sombras, saben como hendir la vida en un
instante, saben que el tiempo apremia con la savia extinta.
El color de la casa no era el apropiado, por
eso han venido a colorearla de carmín por todos lados.
Afuera, el foco de la lámpara callejera
parpadea, pareciera que se extingue, pero no lo hace, sigue presente,
escuchando los gritos mudos del sufrimiento atroz, arrastra las voces en eco de
eternos suplicantes. Es la acera testigo de la entrada y la salida, la afrenta
y el escarnio de una madre pidiendo clemencia ante la pequeña hija torturada,
el esposo irreconocible y el hijo masacrado.
El suplicio continúa con ella: asco por todo
su cuerpo, los tres entran y salen a su antojo.
Risas, siempre risas, es lo único que se oye
de esos seres surgidos de algún maldito lugar. No se detienen, no paran, el
ruego no es suficiente, ni las lágrimas, ni el dolor, ni el ultraje.
¿De dónde han venido? ¿De dónde han salido?
¿Por qué? ¿Por qué?, es la pregunta que resuena en el recinto del desamparo,
¿por qué?, sonido que reverbera y queda atrapado para la posteridad.
Nadie sabe con certeza la respuesta a esa
pregunta, unos sostienen que fue un ajuste de cuentas, otros que un robo
premeditado. Pero, ¿qué cuentas? si nada había que deber o temer en esa casa,
¿qué robo? si no había más que lo suficiente para vivir. No, esas no son las
respuestas; no hay respuestas, no las hay porque la razón fue sencilla: un
desliz infausto. Así nos hacen creer las autoridades. “Esa noche se expurgaron
a varios colaboradores de un grupo delictivo, uno más en este país, la cuestión
fue una simple confusión, porque así como entran en una casa, salen de otra, no
importando si eliminan de más o de menos”, así de sencillo se eximen de
culpabilidades.
¿Por qué?...
Daniel, el único sobreviviente, quisiera saber
la razón, tal vez así aceptaría un poco más su desgracia: quedarse huérfano la
misma noche, sin familia, sin esperanzas ni más sueños que esos en los que solo
logra reconocer pedazos de su padre, retazos de su hermana, gritos postreros de
la madre y el pulcro silencio de la abuela, muriendo con severidad...Bastante
ha tenido con las pesadillas.
¿Por qué? ¿Por no tener nada más que una
familia común, sin privilegios? ¿o por no estar enterado de la guerra?
Explicaciones, de qué sirven ahora, son solo
balas perdidas de guerra.