(Sobre "El huésped" de Guadalupe Nettel)
El miedo a caminar por la ciudad se torna una pandemia pronta a contagiarse por doquier. Las personas racionales tienen cuidado de no acercarse mucho a los que han cogido un resfrío, alguna enfermedad terminal o simplemente a esos que van manchando algo de pulcritud establecida en sociedad.
Nos enseñan a vivir con miedo para sobrevivir; el error fue creer que la razón agotaría los años salvajes, sin darnos cuenta de lo salvajes que siguen siendo estos años.
Existen seres capacitados para percibir eso rondando en rededor, el ave nocturna esperando un descuido para poder atacar y llevarse lo que solía ser nuestro, la concesión de lo especial, los motivos por los que estamos donde estamos. Y entonces, solo con la ayuda de esos sujetos, se revela la soledad en la nos encontramos; es aquí cuando el miedo toma otro sentido, se convierte en motivo.
Surge la necesidad de buscarlos, el deseo de ayuda nos hace recurrir a ellos por medio de cualquier indicio dejado; el braile en el brazo de Diego, un volante, una persona, un recuerdo, no importa el medio, lo interesante será la decisión tomada cuando estemos frente a ese instituto lóbrego, el cual nos conduce por varios caminos, los conocidos y los ocultos, pero siempre en dirección al destino propio.
Rastreamos por todos lados el hado soñado, añoramos el día venidero repleto de sorpresas y encuentros solicitados, el día en que será revelado el propósito de la estancia, la finalidad del camino, lo jamás conseguido y lo perdido. Respuestas, todos las buscamos, para llenarse de alguna forma, para superar los obstáculos auto impuestos, para aceptar el estado de ignorancia propia del hombre, para hacernos más humanos.
Pero todo cambia cuando somos desamparados, nos sentimos confundidos, perdidos, aterrados; nos orillan a la búsqueda de la ayuda más próxima, sin importar cuanta repulsión nos provoque el ser rescatados. Eso ocurrió aquí.
Ana fue abandonada, primero su hermano, luego su padre, más tarde ella misma, se abandonó dentro de sí. Cualquiera comprendería su consentimiento para que La Cosa saliera y la sometiera, después de todo, siempre se necesita algo de compañía.
Una acumulación excesiva de problemas cotidianos conlleva a un estado mental impropio, suelen decir, pero es mentira.
La singularidad puede llevar al caos, así, entre más conflictos internos despierten, ellos mismos se encargarán de callarse unos a otros, manteniendo al individuo en una pasividad lacónica. Solo aquellos que prestan demasiada atención a un asunto en particular, terminan por desenmascarar lo oculto dentro de su ser, justo como lo hizo Ana.
Sin embargo, nunca supo distinguir entre lo real de lo ficticio, no se dio cuenta cuando la subyugaban los ciegos, los inválidos, los menos. En su trabajo la reconocieron al leer para ellos, los inspectores de nuestras capacidades; usan los cuatro sentidos restantes, desarrollan uno más que otro y entonces, nos tienen en su poder. Inválidos somos todos, pero nos valemos de talentos para sobresalir, sirviéndonos de lo que se encuentre al paso.
No fue involuntario, cooperó con los que pidieron ayuda porque el auxilio era para ella, porque le ayudaban a descubrir más a su ente profundo, porque como todos, esperaba la absolución de culpas jamás observadas. Quiso reconocerse en un grupo, aspirar cierta comprensión y similitud, no sentirse extraña en la realidad, encontrar la compañía negada, escapar, como siempre, de lo que fuera, aunque estuviera dentro de ella.
Buscaba lo que todos, algo para aferrarse; quizá deseaba una efímera estabilidad proporcionada por su hermano, reconocerse en un mundo de extraños, porque lo peculiar no se encuentra fácilmente en alguien más; circunspección en un chico de nueve años no es fácil de hallar. Tal vez cuando la muerte está cerca tenemos los últimos delirios de racionalidad, entonces, ya no importa la edad, todo es igual al final.
A veces encontramos más seriedad en un niño que en un adulto. No por que sea la inocencia, sino porque no se engañan, toman las cosas como son, no inventan pretextos ni mentiras; de alguna manera perciben la realidad en su forma cruda, tal como es; seguramente será esa la razón para que construyan mundos imaginarios, para no dejarse atrapar por el todo. A nuestra protagonista se le olvidó ese juego de la vida, se le olvidó ser niña por buscar lo perdido, tan común en estos días.
Quizá solo sea cuestión de continuar, movernos para jamás estancar lo que hemos avanzado, paralizar el desarrollo del miedo que nos sujeta cual convictos a punto de ser decapitados, enfrentar la cuestión como nos han explicado, hacer de todo, todito para no quedar desahuciados y cumplir lo que nos hemos planteado. Seguir el juego siendo válidos, inválidos, sanos, niños, cuerdos o abandonados y dejar de preguntar cosas absurdas, como lo que hemos perdido o lo que hemos olvidado.