(Sobre "El último lector de David Toscana)
Estamos aquí y allá, en la página que sigue y en la que pasó.
Así se va la vida en un relato, de un capítulo a otro, vamos recorriendo, autor y lector, historias que se entrelazan para conformar al mundo literario, lo de todos los días. Solo que algunas veces no sabemos con certeza quien ocupa el lugar de narrador y quien el de narratario. El relato, lo contamos y nos lo cuentan.
Es cierto, nos gusta que nos cuenten la misma historia, la clásica, pero eso sí, que les cambien el nombre a los personajes, que el tiempo y lugar sea distinto, porque como todo cambia, nuestra imaginación más. Y seguimos en esa falsa idea del mundo avanzando hacia un futuro mejor… si tan solo nos diéramos cuenta de lo estancados que estamos, de los juicios a los que está encadenado nuestro raciocinio, de cómo vamos mutilando las narraciones; sería mejor aceptar que somos letras prontas a convertirse en polvo con el paso del tiempo.
En la historia, Lucio mandaba al infierno ciertos libros, pero uno tiene que reflexionar acerca de todos los sucesos que pudieron afectar el desarrollo del relato para que la historia fuera mala o buena. Tal vez el autor no estaba del todo bien: la sociedad reprime, los conflictos bélicos afectan, la soledad se presenta de vez en cuando, las ideas se van y regresan…o solo diríamos que cuando un libro es bueno, lo es y cuando no, ni siquiera se vale pensar en él.
Juzgar libros nos corresponde, pues somos nosotros los sentenciados en ellos, solo devolvemos el favor.
Que si el narrador es explícito, implícito o ficcionalizado, es importante por ciertas razones: debemos encontrar a aquel quien nos conduce en el relato, para saber quien nos habla y a quien le habla, para saber en qué plano nos encontramos y hacia donde vamos. A veces, para no perder el hilo de la realidad, como le pasaba a Lucio, porque es muy cierto que el relato puede salir de las páginas y convivir con el lector, o es él quien se adentra en lo que lee; se podría confundir lo real con lo imaginario y crear una historia dentro de la historia, como pasa con varios relatos.
La razón para leer no es más que buscar en las palabras de alguien más lo que pasa a nuestro alrededor, o lo que nos gustaría que sucediera. Enterarnos de la vida de algún personaje y hacerla nuestra, encontrarnos con la historia de un conocido que va tomando forma en tanto avanzamos en la lectura.
Buscamos en los libros el comienzo y el final que nos corresponde, el que soñamos o el que encontramos por azar. Nos ayudamos a construir una narración propia y a veces la literatura pasa como lo que es, simple relato que dice nada, insignificante ante los problemas cotidianos.
Afortunadamente, Remigio encontró la solución a su gran problema en un libro. Cómo quisiéramos que esto fuera un poco más habitual. Apuesto que si decimos a las personas, que la respuesta a sus problemas está en tal o cual libro, dejarían de ir a Catemaco por una buena limpia, le harían menos caso al doctor y tal vez no habría tantas voces llenas de preces vacías.
El hombre creerá en lo que necesite creer y en lo que pueda, por supuesto, pero si no busca más opciones ¿cómo pretende vivir sin conocer más allá de lo que ya presenta la vida misma?
Por eso estamos tan necesitados de historias, de narraciones, por eso sobrevivimos a los días, por eso resistimos la convivencia de unos con otros, porque si no nos contáramos la vida, sencillamente reventaríamos.
Y no por leer, se conocen muchos relatos, éstos se encuentran por todos lados; se nos pegan al caminar por cualquier calle, se adhieren a la memoria cuando menos atención prestamos y surgen cuando se les da la gana.
Buscamos apertura en los espacios más inesperados. Encontramos piedras con más historias que en cualquier libro, las hacemos, las buscamos hasta descifrarlas, nos inventamos lo que ya existe y destruimos lo que nunca fue creado. Nos asentamos en un Icamole, de esos que sobran en nuestro país, desenterrando historias de santos y olvidados, atrapados en una tierra donde las historias quedan atrapadas y en ellas sus habitantes.
De ese modo los relatos te atrapan. De repente estás comiendo, diriges la cuchara a la boca y empieza la historia. Imaginas como lo describiría el narrador; piensas si sería explícito, de esos que se dan a notar de vez en cuando; narrador implícito, con su estilo pulcro o desalineado, de sus desiciones sobre tu destino o los lugares que visitarás; ¿tendrás un narrador ficcional? ese que te confunde porque es narrador, personaje y a la vez narratario, piensas que tal vez este sea al que más te pareces, porque deseas ser tu quien tiene el control de tu ficción real.
Así lo hacemos, desarrollamos un cuento donde somos el personaje principal, la novela en la que contamos las desgracias y pesares de nuestra cruel realidad, la crónica de los amantes impuestos, el diario de la batalla memorable, las instrucciones para el comportamiento perfecto, el ensayo de cualquier estudiante, la lista de los muertos que cargamos …si, ahí estamos y estaremos, junto al narrador que trató de persuadirnos para evadir una lectura que a su juicio es insignificante, la niña muerta y un tipo que morirá junto a cucarachas nutridas de típicos egos sofistas.
Porque aunque lo neguemos, todos queremos salir de Icamole, queremos ver que hay más allá de la aridez, de la sequía. Queremos imaginar nuevas inmundicias humanas, nuevos paraísos ilusorios.
Esa es la única razón de seguir narrando, imaginar que ya no estamos aquí, sino allá, encarnar otra piel, tomar una forma distinta, vivir lo que se cuenta y fingir que olvidamos donde empezaba la historia y donde empezábamos a creerla nuestra.
Porque, ¿a quién no le gusta gozar del don de la ubicuidad?